Inmigrantes venezolanos celebrarán su primer ‘Thanksgiving’ en Estados Unidos
El departamento es pequeñito, apenas suficiente para albergar a la pareja y a su hija de siete años. Pero para ellos es algo así como un palacio en el que el sueño americano parece ya al alcance de la mano. Por eso, este Día de Acción de Gracias, Gregorio de 29 años y su esposa Olga de 25, piensan en las muchas cosas que tienen por agradecer.
Mientras conversan conmigo, Dayanaris, su hija, los observa mientras juega con un lego que le regalaron en una iglesia local.
Tienen seis meses viviendo en el área de Washington. De hecho, lograron entrar a Estados Unidos unas horas antes de que terminara el Título 42, el pasado mes de mayo.
“Cuando pisamos tierra de este lado de la frontera, en El Paso, Texas, sentí como si me hubiera quitado un gran peso de mi espalda, dice Gregorio, quien en su natal Venezuela trabajaba en la construcción y hacía trabajos de electricidad y herrería industrial. En Washington, trabaja lavando carros. “No importa, aquí venimos a trabajar y vamos a salir adelante”, dice mientras se sienta a tomar un café con leche y una arepa que le preparó su esposa.
Son las primeras horas de la mañana y Dayanaris está casi lista para ir a la escuela. Su mamá la está peinando cuidadosamente. Le pone un vestido rosa y unos impecables calcetines blancos. “Los pongo al sol para que queden bien blancos”, dice Olga mientras recoge los platos de la mesa.
Dayanaris me presume: “Ya se decir you welcome, house, dad, mom, toys”, dice orgullosa de sus avances en inglés.
Olga, su mama se ríe. “Parece una esponja”, dice mientras la abraza. “Yo apenas estoy aprendiendo unas cuantas palabras, como money, job, house”, dice mientras se lleva una mano a la boca.
Gregorio se ríe. Le falta una media hora para salir de casa.
“Ya está frío”, me dice mientras frota los brazos contra su pecho. La temperatura en Washington ha empezado a bajar y ellos se preparan para su primer invierno en Estados Unidos.
Una larga travesía
Atrás quedó el Tapón del Darién, entre Panamá y Colombia, donde varios de sus amigos murieron en los turbulentos ríos. “Dayanaris todavía se despierta en la noche llorando porque sueña que se está ahogando”, dice Olga, mientras la abraza.
También desde aquí se ven muy lejos los recuerdos del parque en el que durmieron a la intemperie durante varios meses en Tapachula, Chiapas y el terrible trayecto por territorio mexicano, donde fueron asediados por soldados, guardias nacionales y delincuentes organizados que les pedían dinero.
“Llegando a Caborca, Sonora, uno de ellos me dijo, ‘si no me das todo el dinero, aquí se mueren’”, recuerda Gregorio que le dijeron unos delincuentes mientras amenazaban a su esposa e hija. “Nos salvamos por un milagro de mi diosito”.
“Nunca hemos celebrado el Día de Acción de Gracias, y no sabemos hacer ni el pavo ni todas las cosas que se comen aquí”, dice Olga. “Pero lo que si sabemos es agradecer a Dios y a la vida, la posibilidad de tener una vida mejor en este país”.
“Ese día vamos a comer un pollito asado, unas arepas y si se puede, una carne mechada”, dice Gregorio, quien se precia de ser un buen cocinero.
Olga toma de la mano a la niña y salen a toda prisa. Dayanaris se despide con un movimiento de brazo y me dice en su perfecto inglés: “Happy Thanksgiving”.