“Paletas, paletas, hay paletas…”
En medio de una de las peores olas de calor que azotan al sur de California, Francisco Rojas sale a las 9 de la mañana en punto a vender paletas por las calles de los barrios más pobres de Los Ángeles.
Para ofrecer sus paletas de tamarindo, limón, jamaica y otros populares sabores que sus clientes buscan, Rojas empezó a trabajar un día antes. “Yo creo que el éxito de mis paletas es que todo es natural”, dice mientras me explica cómo hierve los ingredientes y les pone el azúcar y después los congela.
En el sur centro de Los Angeles, donde vive una gran comunidad migrante procedente de México y Centroamérica, Don Poncho es conocido por el inconfundible sonido de las campanillas que acompañan a su carrito lleno de calcomanías.
No es un trabajo fácil. El calor, que es su mejor aliado para vender, es también su mayor dificultad. En los primeros días de septiembre las temperaturas superaron los 101 grados en la zona centro de Los Angeles.
Pero eso no detiene a Rojas, quien a pesar de sus 65 años se siente lo suficientemente fuerte para llevar el sustento a su casa. Todos los días camina un promedio de siete millas en su jornada de alrededor de 7 horas diarias, incluidos los fines de semana. “A lo mejor eso es lo que me mantiene bien sano”, dice con una sonrisa este inmigrante mexicano del estado de Zacatecas.
Las paletas más populares
Cuando le va bien, gana unos 75 dólares diarios, después de los gastos para producir las paletas que venderá al día siguiente. Cuando le va mal busca otras fuentes de ingresos, como reciclar botellas de plástico y latas de aluminio.
“Cuando más vendo es por la tarde, cuando los niños empiezan a salir de las escuelas”, dice mientras me muestra el contenido de su carrito de paletas. De un lado stán las más populares, como las de limón y tamarindo. Del otro lado están las de fresa, ciruela, piña y mango.
¿Por qué se vino de México? le pregunto.
“Por pobre”, me dice sin pensarlo dos veces. “Dicen que ahora están las cosas un poquito mejor, pero antes apenas nos alcanzaba para mal comer, entonces me vine, como muchos de mi pueblo en busca del sueño americano”.
¿Y lo encontró?, le pregunto mientras observo su rostro enrojecido por el calor.
“No me quejo. De este carrito, que ahí donde lo ve, pude comprármelo hace como cinco años, sale lo necesario para que mi esposa y yo vivamos. No tenemos lujos ni mucho menos, y muchas veces apenas tenemos para comer, pero sabe, lo que hacemos es un trabajo digno. A mi nadie me ha dado nada. Todo me lo he ganado con el sudor de mi frente”, dice mientras los niños empiezan a aglomerarse en su alrededor.
Unos piden de limón con chile, otros de tamarindo. Don Poncho también trae unas cuantas golosinas mexicanas que son muy populares entre los niños de las escuelas y los parques cercanos.
Francisco Rojas sabe que no es un hombre joven. Le preocupa su salud y los años en que no podrá salir a caminar las siete u ocho millas que recorre todos los días. Como no tiene documentos para vivir legalmente en Estados Unidos, no tiene derecho a recibir una pensión ni los servicios médicos que se otorgan a las personas mayores de 65 años.
“Pues nos tocará retirarnos en México”, dice medio en broma y medio en serio. “Con los precios de las casas aquí, nos vamos a tener que ir corriendo y refugiarnos en el ranchito que todavía tenemos allá”.
“Por lo menos tendremos los seis mil pesos que está dando el gobierno de México a todas las personas mayores de 65 años. No es mucho, pero aquí no tenemos derecho a nada”.
Con esas palabras se despide Don Poncho. “Hay que seguir caminando, porque las paletas se derriten y sin paletas no hay comida”, dice con una sonrisa.