Se ve medio cuerpo de un oficial de policía con su equipo policiaco.

Lo que un incendio en un centro de detención en México nos revela sobre la política de inmigración de Estados Unidos

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Por Perla Trevizo para Propublica

Stefan Arango, esposo y padre de familia venezolano de 31 años, se sintió inmediatamente asqueado por los olores a sudor, orina y heces cuando los guardias mexicanos le ordenaron entrar en la celda de concreto en la ciudad fronteriza de Ciudad Juárez. El piso estaba cubierto de basura, varios hombres estaban tendidos sobre colchonetas cubiertas, de forma incongruente, con vinilo de los colores del arcoíris. Las ventanas eran tan pequeñas que apenas dejaban entrar luz o aire. Y, quizás piadosamente, eran tan altas que los hombres no podían ver que estaban a muy poca distancia de El Paso, Texas, el destino por el que habían arriesgado todo.

Era el 27 de marzo de 2023 y Arango había sido detenido por autoridades mexicanas que habían acordado ayudar a Estados Unidos a disminuir el número récord de migrantes que cruzaban la frontera. Un guardia permitió a Arango hacer una llamada de un minuto a su hermana menor, que había venido a Juárez con él y a la que había dejado esperando en un hotel barato cerca de ahí. Ella sollozó. Temía que su hermano pudiera ser deportado a Venezuela.

“No llores, todo estará bien”, Arango le aseguró. “Tú quédate aquí, no te vas a mover. Yo vuelvo otra vez”.

Arango no podría decir con exactitud cuántos hombres estaban dentro de la estancia provisional, quizás más de cien, pero los guardias traían nuevos detenidos mientras sacaban a otros. Los hombres que pululaban alrededor refunfuñaban. Decían que hacía horas que no les daban agua. No les habían dado suficiente comida. Nadie les daba respuestas. ¿Por qué estaban detenidos? ¿Qué iba a hacer México con ellos?

Sobre las 9:20 de aquella noche, algunos de los hombres empezaron a golpear las barras de metal que se extendían sobre la pared frontal de la celda, exigían ser liberados. Uno de ellos alzó el brazo y jaló una cámara de vigilancia. Otro se subió encima de la puerta y tumbó una segunda cámara. Otros empezaron a apilar las colchonetas contra las rejas hasta bloquear la vista del guardia por completo.

Al menos uno de ellos prendió un encendedor. En minutos, la celda ardió en llamas y se cubrió de humo. Arango rogó a un guardia: “Hermano, no nos dejen morir, sáquenme de aquí”. Pero el guardia le dio la espalda: “Suerte, güey”, le dijo mientras huía.

Arango corrió hacia un baño, ahora lleno de docenas de hombres, todos pedían auxilio a gritos. Abrió la regadera para mojar su sudadera, pensó que le protegería del calor. Entonces, se apagaron las luces. Todo le picaba: los ojos, la nariz, la piel. Se sentó y se entregó a Dios rezando en un susurro. Los gritos de los detenidos se fueron perdiendo y, en su lugar, escuchó el ruido de cuerpos cayendo al suelo.

Cuando abrió los ojos, estaba envuelto en una manta térmica, tendido en el estacionamiento entre las filas de cadáveres. Arango se arrancó la cobija de la cara, jadeando para poder respirar, y levantó la mano a la espera de que alguien lo viera. Escuchó la voz de una mujer gritar: “¡Hay un vivo entre los muertos!”.

Cuarenta hombres murieron y más de dos docenas resultaron heridos esa noche en uno de los incidentes con migrantes más mortíferos en la historia de México. Los investigadores mexicanos culparon a los migrantes que desataron el incendio y a los guardias que no los protegieron. Estados Unidos usó la tragedia para instar a los inmigrantes a emigrar por caminos legales para entrar en el país, sin reconocer que algunas de las personas atrapadas intentaban hacer justo eso cuando fueron detenidas. Sin embargo, un análisis de ProPublica y The Texas Tribune muestra cómo el incendio fue el resultado previsto y previsible de los cambios en las políticas migratorias de Estados Unidos durante la última década. Políticas que bajo las administraciones de Trump y de Biden han puesto el peso de la responsabilidad sobre el gobierno mexicano para detener y disuadir a las crecientes cantidades de inmigrantes que llegan de todo el mundo. Un gobierno mexicano que ha tenido dificultades para proteger a su propia gente.

Los cadáveres en el estacionamiento de Ciudad Juárez no solo quedaron como evidencia de las consecuencias trágicas de las políticas de Estados Unidos, sino también como la representación gráfica de la violencia y la crisis económica que aflige a América Latina. Las víctimas habían llegado a esta ciudad fronteriza desde Guatemala, Honduras, El Salvador, Colombia y, como Arango, desde Venezuela. Durante la última década, un mayor número de personas de estos países han atravesado México y cruzado la frontera estadounidense para pedir asilo, un proceso que tarda años en resolverse, pero les permite vivir y trabajar en Estados Unidos mientras tanto.

Cuando Donald Trump se postuló por primera vez a la presidencia, se valió de la magnitud de las llegadas de inmigrantes para agitar la política estadounidense y prometió construir un muro entre Estados Unidos y México. Como presidente, efectivamente convirtió a México en un muro: presionó al presidente de ese país para que adoptara medidas inusitadas y exigiera que casi todos los solicitantes de asilo se quedaran en México, mientras sus casos se dirimían en las cortes de inmigración de Estados Unidos. Trump recurrió a la pandemia del COVID-19 para ordenar a las autoridades fronterizas devolver rápidamente a los inmigrantes a México, o a sus países de origen, bajo una sección poco conocida del Código de Salud Pública —Título 42—, que permite al gobierno estadounidense limitar el número de personas que entran en el país durante una emergencia.

Los demócratas denunciaron las medidas como inhumanas y, al principio de su presidencia, Joe Biden relajó algunas de estas políticas, pero mantuvo versiones de otras cuando aumentó la llegada de migrantes a Estados Unidos y empezó a causar repercusiones políticas, tanto para él como para su partido.

El resultado fue el caos en ambos lados de la frontera, aunque tal y como predecían muchos expertos, lo peor tuvo lugar en México. Escuálidos campamentos de tiendas florecieron en ciudades fronterizas mexicanas que no tenían suficientes refugios y otros recursos. La frustración entre migrantes fomentó protestas que bloquearon calles y puentes internacionales. Los funcionarios mexicanos respondieron con mano dura, acorralaron a los migrantes y los llevaron a centros de detención que ya estaban hacinados.

Un funcionario de la administración Biden declinó comentar sobre el papel que tuvieron las políticas estadounidenses en el incendio, solo dijo que ocurrió en un lugar que “no estaba bajo la jurisdicción del gobierno de Estados Unidos”. Un vocero de la Casa Blanca expresó sus condolencias a las familias de los fallecidos, pero tampoco respondió a las preguntas sobre las políticas que contribuyeron al incidente y que, de hecho, siguen vigentes. En cambio, señaló las maneras en que Biden ha ampliado las vías legales para la inmigración, describiéndolo como el mayor esfuerzo de esta índole en años.

El representante federal Raúl Grijalva, un demócrata de Arizona, es uno de los muchos legisladores que habían advertido a Washington, y en concreto a Biden, que una tragedia así era inevitable. “El sistema entero en México es parcialmente una creación en respuesta a las iniciativas de Estados Unidos”, dijo en una entrevista. “Por esto tendría que importarnos, porque tenemos cierta responsabilidad”.

Cómo llegamos hasta aquí

Los peligros de delegar la responsabilidad de la vigilancia migratoria al gobierno de México, lo dejaron en claro expertos y líderes políticos en ambos lados de la frontera, mucho tiempo antes de que el centro de detención de Juárez ardiera.

“México sencillamente no es seguro para los solicitantes de asilo centroamericanos”, escribió el sindicato que representa a los oficiales de asilo del gobierno de Estados Unidos, como parte de una denuncia civil contra el programa conocido como “Quédate en México”, implementado por Trump en 2019. “A pesar de haber profesado su compromiso de proteger los derechos de la gente en busca de asilo, el gobierno mexicano ha demostrado ser incapaz de proporcionar esta protección”.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos de México denunció aquel año el encierro de migrantes en centros de detención sucios y hacinados, a veces sin comida ni agua suficiente. Esas condiciones, señaló la comisión, estaban induciendo a los inmigrantes a protestar, incluso, provocando incendios. Antes del fuego letal de Juárez, al menos 13 incidentes del mismo tipo ocurrieron en centros de detención por todo el país, incluido otro en Juárez. Aquel incidente tuvo lugar en el verano de 2019 y fue provocado de una forma parecida. Migrantes molestos incendiaron sus colchonetas y alrededor de 60 de ellos lograron huir ilesos.

La administración Trump rechazó las advertencias diciendo que el sistema estaba atascado con solicitudes carentes de mérito y que, al denegar el asilo a quienes no calificaban para protección, facilitaba atender las necesidades de los que, a su juicio, sí la merecía. El equipo de campaña de Trump no respondió a las preguntas sobre el impacto de las políticas del expresidente, más allá de expresar que había hecho un mejor trabajo que Biden protegiendo a los migrantes, porque eliminó incentivos para que hicieran el viaje a la frontera. En una declaración escrita, la vocera Karoline Leavitt dijo que durante un segundo mandato de Trump el mensaje sería: “NO VENGA. No se le permitirá quedarse y será deportado inmediatamente”.

El asilo es un tema más espinoso para Biden debido a las divisiones en su propio partido: algunos abogan por un sistema más generoso y otros temen que el atasco actual haga casi imposible arreglarlo. Como resultado, su presidencia ha estado marcada por medidas que tratan de aplacar a ambos bandos.

En su primer día de mandato, Biden suspendió la política “Quédate en México” de Trump ―llamada oficialmente “Los Protocolos de Protección de Migrantes”―. Según dijo, esta había “cerrado la puerta en la cara de las familias que huyen de la persecución y la violencia” y había creado sufrimiento humanitario en México. También empezó a desmantelar las restricciones del Título 42 de COVID-19, así excluyó a menores no acompañados. De repente, una frontera que había estado a punto de cerrarse a los solicitantes de asilo tenía una nueva apertura, durante una época en que una cantidad histórica de inmigrantes estaba en movimiento globalmente. Entre ellos, había casi ocho millones de venezolanos que huían de un gobierno autoritario y una economía colapsada, uno de los mayores desplazamientos humanos en el mundo.

Semanas más tarde, el número de personas intentando cruzar la frontera alcanzó niveles que no se veían en décadas. Biden respondió al incremento pidiendo ayuda al presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador. Después de denunciar las condiciones en las que las familias migrantes habían sido forzadas a vivir en México, la administración Biden empezó a presionar a ese gobierno para que las aceptara de vuelta. “Estamos intentando arreglar ahora con México su voluntad de recibir de vuelta a más de estas familias», dijo Biden durante una conferencia de prensa. Y luego añadió: “Creo que vamos a ver este cambio. Todas (las familias) deberían regresar”.

El 19 de marzo de 2021, su administración anunció que le mandaría a México 2.5 millones de vacunas de COVID-19. El mismo día, López Obrador declaró que cerraría la frontera sur de México a tráfico no esencial, invocando la pandemia.

Sin embargo, los inmigrantes siguieron llegando. Al final del primer año del mandato de Biden, la Patrulla Fronteriza reportó que los encuentros con inmigrantes habían subido dramáticamente a 1.7 millones en comparación con los 859,000 en 2019. Los números aumentaron más, a 2.2 millones, en 2022, el año en que Biden anunció su plan para ponerle fin al Título 42. Inmediatamente, los gobernadores republicanos de 24 estados interpusieron una denuncia civil en contra de su administración para frenar la iniciativa. Uno de esos gobernadores, Greg Abbott, comenzó a enviar autobuses llenos de personas que habían cruzado la frontera en Texas a ciudades controladas por demócratas, entre ellas New York, Chicago y Denver.

Frente a una crisis política encima de una humanitaria, Biden respondió con una serie de medidas. Al mismo tiempo que luchaba por finalizar el Título 42 en los tribunales, su administración extendió el poder de los oficiales de Estados Unidos para permitirles expulsar inmediatamente a México a los migrantes venezolanos, haitianos, cubanos y nicaragüenses. Exigió que los solicitantes de asilo usaran una aplicación, la CBP One, para hacer citas para entrar a Estados Unidos. Y autorizó a los oficiales fronterizos a rechazar a aquellos que no lo hubieran hecho así. También prohibió a algunas personas buscar refugio en Estados Unidos si no solicitaban primero el asilo en un país por el que estuvieran de camino.

Como gesto de apoyo a los defensores de inmigrantes, combinó aquellas medidas con un programa que permitía a unas 30.000 personas de países recién afectados por el Título 42, solicitar visas humanitarias temporales desde sus países de origen, con la condición de que pasaran una verificación de antecedentes y tuvieran un patrocinador financiero en Estados Unidos. También abrió centros de procesamiento en algunos países latinoamericanos donde los migrantes podían solicitar venir legalmente. Pero nada de esto pareció tener un efecto duradero ni para mantener contento a su partido, ni para disuadir a los migrantes de llegar a la frontera, ni para proteger su seguridad.

En enero de 2023, dos meses antes del incendio en Ciudad Juárez, casi 80 demócratas en el Congreso, incluido Grijalva, escribieron una carta a Biden para decirle que seguían preocupados.

“Como sabe muy bien la administración, las condiciones actuales en México —el principal país de tránsito— no permiten garantizar la seguridad para las familias que buscan refugio en Estados Unidos”, decía la carta. “Instamos a la administración Biden a coordinarse rápida y eficazmente con miembros del Congreso para encontrar formas de enfrentar de manera adecuada los retos de la migración en nuestra frontera sur, que no incluyan violar la ley de asilo y nuestras obligaciones internacionales”.

Días antes del incendio, el Servicio de Investigación del Congreso secundó dicha advertencia al afirmar que el aumento de inmigrantes en México había “sobrepasado los recursos del gobierno mexicano y puesto en peligro a los migrantes”.

Maureen Meyer, una vicepresidenta de la Oficina de Washington para Asuntos sobre Latinoamericanos, dijo: “Hay un costo humano enorme cuando se prioriza la actuación policial por encima del bienestar y la seguridad humana. El incendio es probablemente uno de los ejemplos más atroces de lo que podría pasar”.

Una ciudad al límite

Arango dijo que había salido de Venezuela hace diez años porque partidarios del presidente autoritario, Nicolás Maduro, lo habían amenazado por hacer campaña política para la oposición. También le resultó imposible ganarse la vida para él y sus dos hijos con los apenas $40 dólares mensuales que recibía como jugador y entrenador de fútbol en Maracaibo, la segunda ciudad más grande de su país. Primero emigró a Colombia, pero terminó teniendo que irse nuevamente cuando se le dificultó encontrar un trabajo donde le pagaran lo suficiente. De ahí se movió a Bolivia, dónde conoció a la mujer que se convertiría en su esposa.

A principios de 2023, Arango seguía jugando fútbol y pensaba que su esposa podría estar embarazada. Para ese entonces, había escuchado historias alentadoras de sus amigos venezolanos que habían emigrado a Estados Unidos y se estaban asentando en nuevos trabajos. Debido a que Estados Unidos había roto relaciones con el gobierno de Maduro, los venezolanos no tenían que superar los mismos obstáculos de inmigración que los ciudadanos de otras nacionalidades. Estaban en gran medida protegidos de la deportación y no estaban sujetos al Título 42.

La hermana de Arango, Stefany, tenía un novio que había logrado cruzar la frontera y había conseguido en Austin un trabajo en la construcción. Arango creía que él podría hacer lo mismo.

Después de unos 36 extenuantes días, a través de cientos de kilómetros de terreno inhóspito, Arango y Stefany, de 25 años, llegaron a Ciudad Juárez a mediados de marzo de 2023 montados sobre un tren de carga. Se encontraron en el centro de una ciudad al límite. Con 1.5 millones de habitantes, Juárez había sido durante mucho tiempo un lugar de paso para los inmigrantes en camino a los Estados Unidos más que un destino final. Pero el portón abierto para los venezolanos de pronto estaba cerrado; ahora debían ceñirse a las mismas restricciones de asilo que los centroamericanos. No podían cruzar la frontera sin una cita. Y solo había unas 80 disponibles cada día para entrar por El Paso.

Los refugios y hoteles de Juárez estaban llenos por encima de sus capacidades. Había campamentos con miles de migrantes debajo de los puentes y en las orillas del río Bravo, congregados en los cruces principales y en el centro histórico, pidiendo comida, dinero y trabajo. Muchos se quejaban de los robos de las organizaciones criminales y del hostigamiento de la policía y de las autoridades mexicanas de inmigración. Cuanto más tiempo permanecían varados, más aumentaba la frustración de ellos mismos y de la ciudad que batallaba para acomodarlos.

El día que Arango y su hermana llegaron, cientos de migrantes bloquearon uno de los puentes internacionales que conectan Ciudad Juárez con El Paso rogando a los agentes estadounidenses que los dejaran entrar. En respuesta, el gobierno de Estados Unidos desplegó agentes con equipo antidisturbios y levantó una cortina de alambre de púas para mantenerlos fuera. Mientras, del otro lado, México usó a la Guardia Nacional para dispersarlos. Al día siguiente, el alcalde de Juárez, Cruz Pérez Cuéllar, resumió el sentimiento en la ciudad: “La verdad es que nuestro nivel de paciencia se está agotando”, señaló durante una conferencia de prensa. “Ha llegado un momento crucial para poner un alto y tener un punto de quiebre”.

A raíz del creciente número de nuevos migrantes en la ciudad y las frustraciones que esto causaba, México activó al nivel máximo la alerta y confinó a más migrantes en el centro de detención. Durante los primeros tres meses de 2023, las autoridades de migración llevaron a cabo al menos 110 operativos en la ciudad, casi tantos como durante todo el año anterior. El día del incendio, Arango había dejado a su hermana en el hotel para buscar trabajo y comprar comida. Estaba caminando con un grupo de inmigrantes cerca del muro fronterizo cuando agentes mexicanos los detuvieron y los llevaron al único centro de detención para inmigrantes de la ciudad.

Construido en 1995, el edificio se encuentra a orillas del río Bravo, que forma la frontera entre Estados Unidos y México. El centro de detención estaba dividido en dos celdas con unos 30 metros de distancia entre ellas. Una estaba totalmente vacía con capacidad para no más de 80 hombres, mientras que la otra tenía literas y podía albergar hasta 25 mujeres. Dos personas que estuvieron detenidas dijeron que la celda de los hombres tenía cuatro retretes y cuatro regaderas.

Alis Santos López, un hondureño de 42 años, llevaba dos días detenido en el centro cuando llegó Arango. Según la ley mexicana, que dicta la puesta en libertad después de 36 horas, Santos no debería haber estado allí. A diferencia de Arango, no esperaba comenzar una nueva vida en Estados Unidos. Intentaba volver a la vida que ya había establecido. Trabajó diez años como techador en New Jersey antes de ser deportado a su natal Honduras a finales de 2022.

Las penurias económicas y la violencia que le habían empujado a abandonar su país parecían haber empeorado. El municipio donde vivía su familia, Catacamas, está entre los más violentos de Honduras. Cuando él y su esposa descubrieron a unos hombres merodeando alrededor de su casa una noche, sospechó que lo habían puesto en la mira porque tenían la idea de que había regresado con dinero ganado en Estados Unidos.

Semanas después de su regreso a Honduras, Santos tuvo que partir de nuevo rumbo a New Jersey, pero esta vez con su esposa, Delmis Jiménez, sus tres hijos, su nuera y su nieto. La familia dijo que les habían robado y extorsionado durante todo el viaje y que se habían quedado sin dinero en el sur de México. Santos decidió continuar solo y les prometió que mandaría por ellos una vez que llegara a Estados Unidos. Pero las autoridades de Juárez lo interceptaron en la estación local de autobuses en cuanto llegó.

Rodolfo Collazo, que entonces tenía 52 años, era uno de los dos agentes de inmigración federales que, junto con tres guardias de seguridad privada, trabajaban en el centro de detención la noche del incendio. Ingeniero en sistemas computacionales de profesión, Collazo todavía era relativamente nuevo en el trabajo y lo había aceptado porque no podía encontrar algo mejor en su campo. Le pagaban menos de 10.000 dólares al año, pero lograba llegar a fin de mes con un segundo trabajo como chofer en una empresa de taxis por aplicaciones móviles.

La carpeta de investigación de la Fiscalía General de la República sobre el incendio, los testimonios judiciales y las entrevistas hechas por ProPublica, incluidas algunas con oficiales que trabajaron en el centro de detención, indican que la estancia provisional no era apta para custodiar a inmigrantes durante periodos largos. Además de que las instalaciones eran insuficientes para que los inmigrantes comieran y durmieran, a la celda les faltaba equipos básicos de seguridad, como extintores de incendios y detectores de humo que funcionaran, y no tenía salidas de emergencia. Las peleas y las huelgas de hambre entre los detenidos se habían vuelto comunes.

Collazo, un hombre de aproximadamente 1,80 metros de altura y cabello entrecano, a veces tenía sentimientos encontrados: se dividía entre la compasión por los apuros que sufrían los inmigrantes y las exigencias de su trabajo. A veces los inmigrantes se quejaban de que se les habían acabado las provisiones básicas como el jabón y el champú, y él salía a comprarlos cuando le sobraba un poco de dinero. La noche del incendio, notó que los detenidos parecían más agitados de lo normal, e intentó sacarles plática de cualquier cosa para calmarlos. Pero tuvo que salir del centro de detención porque le encargaron trasladar a dos niños salvadoreños—hermanos de 10 y 14 años— a un albergue para menores.

Cuando regresó, media hora más tarde, una nube de humo espeso y negro ya emanaba del edificio. Los guardias salían en desbandada y le dijeron que no encontraban las llaves de la celda de los hombres. Collazo corrió al interior del edificio, pero sintió que le ardían los ojos y los pulmones se le llenaban de humo. “No había sentido eso”, dijo. “Se siente horrible”. Casi sin poder ver o respirar, se dio la vuelta. (En el video de una cámara de seguridad tomado en el momento del incendio, dentro del centro de detención, y que se hizo público en una investigación por La Verdad, El Paso Matters y Lighthouse Reports, se escucha a una agente decir que le había dicho a los detenidos que ella no abriría la celda).

Los bomberos llegaron a la escena del fuego y lograron abrirse paso entre las llamas, forzar la entrada de la celda e intentar rescatar a los que estaban dentro. Los paramédicos se apresuraron para atender a los que estaban inconscientes. Los muertos, entre ellos Santos, fueron colocados en cuatro filas ordenadas sobre el asfalto frío fuera del edificio.

Una militar mexicana vio que uno de los cuerpos se movía. Era Arango.

Futuro incierto

Para conmemorar el primer aniversario del incendio, algunos habitantes de El Paso hicieron una marcha en el centro de la ciudad. Al otro lado de la frontera, en Ciudad Juárez, los participantes colgaron mantas térmicas sobre la valla que rodea el centro de detención para honrar a cada uno de los inmigrantes que murieron allí, y celebraron una misa especial en la Catedral de Nuestra Señora de Guadalupe. “Es una enorme tragedia”, dijo el obispo de El Paso, Mark Seitz, al mencionar la pérdida de “40 vidas jóvenes y en potencia”. Pero la tragedia más grande, dijo, sería “olvidar a las personas y a las familias que siguen sufriendo”.

Para entonces, el gobierno mexicano había clausurado la estancia provisional de Juárez y suspendido temporalmente las operaciones de 33 otros centros de detención en todo el país. Al director del Instituto Nacional de Migración de México, encargado de hacer cumplir las leyes de inmigración del país, se le acusó penalmente por incumplimiento de su deber profesional, aunque permanece libre y en su puesto. El instituto no respondió a las peticiones de comentarios. Funcionarios de esa agencia anteriormente han defendido el trato que dan a los inmigrantes bajo su custodia.

La política de “Quédate en México” y el Título 42 fueron revocados, pero México sigue siendo un factor clave en los esfuerzos de Estados Unidos para frenar la migración. Las encuestas muestran una y otra vez que los estadounidenses ven la seguridad de la frontera como una prioridad mientras la nación se prepara para las elecciones presidenciales de este año. Biden sigue exigiendo el uso de la aplicación móvil CBP One para aquellas personas que quieren entrar a Estados Unidos y solicitar asilo. También lucha en los juzgados para poder prohibir las solicitudes de asilo si antes no se ha pedido refugio en los países por los que han transitado. Este reglamento es importante porque la mayoría cruza por otro país antes de llegar a Estados Unidos, especialmente por México.

Stephanie Leutert, una experta en inmigración y exfuncionaria de la administración de Biden, dijo que no le sorprende que el incendio no hubiera impulsado al gobierno a un cambio de postura. “Si las muertes de migrantes llevaran a cambios en la política, ya habríamos cambiado las políticas hace mucho tiempo”, dijo.

El obispo Seitz, un defensor de los inmigrantes, se lamentó de lo mismo. “Me pregunto cuántas muertes se necesitan”, dijo en una entrevista. “¿Habrá un momento en que nuestro país se despierte? ¿Qué hará falta para que reconozcamos que necesitamos tomar otro camino?”.

Mientras tanto, las repercusiones de esas políticas siguen marcando las vidas de aquellos que fueron afectados por el incendio.

En una prisión federal situada a unos 16 kilómetros de donde trabajaba, ahora es Collazo quien se encuentra detrás de las rejas, junto con dos inmigrantes venezolanos y varios de sus antiguos compañeros de trabajo. Está esperando un juicio por homicidio y lesiones a 67 hombres por su papel en el incendio. Dice que no es culpable. Si es condenado, podría pasar el resto de su vida en prisión. Su esposa María Trujillo y sus hijos vendieron sus autos y han pedido préstamos para pagar los gastos legales, que ahora excede los 50,000 dólares. Trujillo, de 53 años, comenzó a limpiar casas y vender tamales. Mientras tanto su hija, Tania Collazo de 35 años, trabaja turnos extra en un hospital local como asistente médico. El año pasado, Tania viajó a la Ciudad de México con la esperanza de que el presidente López Obrador los pudiera ayudar.

Sin mucha fe en el sistema, a veces ellas mismas hacen sus propias investigaciones, hablan con otros exfuncionarios y migrantes que fueron detenidos y que podrían tener información que ayude al caso de Rodolfo Collazo.

“Todos los días me duermo y me levanto con la agonía de saber si el sistema vuelve a fallar”, dijo Tania Collazo. “Jamás va a volver a salir”.

Arango pasó aproximadamente tres semanas en un coma inducido en un hospital de la Ciudad de México después de un paro respiratorio. Había sufrido envenenamiento por monóxido de carbono y severos daños en los pulmones, los riñones y las vías respiratorias. Durante meses de recuperación, sus emociones eran tan erráticas como un viaje en montaña rusa: en un momento la euforia de estar vivo, en otro una miseria tan profunda que quería golpear las paredes al escuchar al médico hablar de los complicados desafíos que impedían su recuperación. Mientras, su mujer sufría sola en Bolivia. Un momento particularmente devastador para los dos fue cuando ella tuvo un aborto espontáneo, un varón, cuando Arango estaba hospitalizado.

En septiembre del año pasado, la administración Biden permitió a Arango y a su esposa, además de otros sobrevivientes del incendio, entrar en Estados Unidos por razones humanitarias. La pareja viajó en autobús a Austin. Su hermana Stefany ya había llegado allí. Cuando Arango, alto y delgado, la vio, sonrió y la envolvió en un fuerte y largo abrazo.

Aunque dijo que agradece estar vivo, todavía hay momentos en los que cae en una profunda depresión. “Todavía estoy tratando de reencontrarme conmigo mismo», dijo Arango. “A Dios le pido tiempo, tiempo de ser el Stefan de antes. Y mejor”.

Delmis Jiménez no supo que su marido había muerto en el incendio hasta tres días después, justo el día del cumpleaños de ella. El cadáver de Santos fue repatriado a Honduras. Su familia volvió del sur de México para recibirlo y enterrarlo cerca de su casa en Catacamas. Jiménez escogió un ataúd de color plateado y vistió una camiseta con un emblema estampado en el frente: “Siempre vivirás en mi corazón”.

“¿Por qué tanto sufrimiento?”, pensaba durante la ceremonia. “¿Para qué?”.

Su muerte, sin embargo, no disuadió ni a ella ni a su familia de marcharse otra vez de Honduras. Sabía que existía la posibilidad de correr el mismo destino al intentar llegar a Estados Unidos, pero dijo que se sentía aún en más peligro si se quedaba en Honduras. Así que la familia emprendió el camino de nuevo, viajando en autobuses y caminando al lado de las vías del tren, intentando conseguir una cita con la aplicación CBP One, sin entender que tenían que estar en el norte o en el centro de México para poder usarla. Con los pies llenos de ampollas y el cuerpo cubierto de picaduras de insectos, durmieron en edificios abandonados o en los porches de las personas que se apiadaron de su terrible situación.

Una organización sin fines de lucro mexicana les envió dinero para los boletos de autobús a la Ciudad de México, donde siguieron probando suerte con CBP One. Finalmente, después de un mes, consiguieron una cita para el pasado mes de noviembre, justo antes del día de Acción de Gracias. Y se fueron rumbo a Ciudad Juárez.

Jiménez, con su largo pelo negro atado en una colita, se detuvo en la línea divisoria entre Juárez y El Paso al lado de sus hijos y su nieto. Su cuerpo pequeño se inclinaba hacia atrás con el peso de la mochila llena de ropa y algunas de sus posesiones más queridas: sus anillos de boda, un reloj de plata que Santos le había dado por el Día de la Madre, y una foto enmarcada de él. Mientras caminaba hacia suelo estadounidense, no podía creer lo cerca que su esposo había llegado.

“Realmente solo estaba a unos pasos de realizar sus sueños”.

Dan Keemahill contribuyó como reportero de datos.

Traducción de Carmen Méndez.

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